Nieves Algaba /Profesora de la Universidad de Mayores de la Universidad Pontificia Comillas
Parece que fue ayer, pero han pasado casi 50 años. Fue en 1973 cuando el profesor Pierres Vellas, de la Universidad de Toulouse, puso en marcha una iniciativa que seguro resultó sorprendente y, por qué no decirlo, posiblemente también descabellada en el parecer de algunos. Me estoy refiriendo al primer programa universitario para mayores.
Como sucede con todas las ideas geniales, uno se pregunta cómo a nadie se le había ocurrido antes que era necesario dar respuesta a una realidad: que cada vez vivimos más, que cada vez cumplimos años con una mejor disposición física, anímica y mental, y que, por supuesto, el paso del tiempo no solo no agota nuestras ganas de seguir aprendido, sino que las acrecienta.
Es verdad que, desde su inicio, quizá el más grande obstáculo al que estos programas se han visto obligados a hacer frente tiene que ver con el nombre. Para muchos, hablar de “universidad de mayores” resulta en cierta forma ofensivo porque es como si pusiera el acento, por encima de cualquier otra consideración, en la edad del alumnado, cuando lo que singulariza este tipo de docencia no es ni mucho menos la fecha que aparece en el DNI de nuestros estudiantes. Lo que distingue a estas clases es que los alumnos están en ellas por lo que los pedagogos llaman “la motivación intrínseca” que, dicho sea de paso, es la motivación más efectiva a la hora de lograr un aprendizaje. Es decir, que quien se matricula busca únicamente colmar el deseo de permanecer en contacto con la cultura, de satisfacer una curiosidad que va intrínsecamente unida al ser humano. Ninguna de estas premisas tiene que ver con la edad, aunque sí considero que es con el correr del tiempo cuando somos conscientes de lo poco que sabemos, de lo mucho que nos queda por aprender y del bien que nos hace ponernos en disposición de intentar rellenar nuestras muchas lagunas.
En efecto, creo que nos hace bien continuar con un aprendizaje activo que no tiene que ver solo con las clásicas formas de enseñanza tradicional. Quiero decir que, quienes busquen conocer un poco más de lo que pueden encontrarse en este tipo de programas deben saber que van a tener acceso no solo a una práctica académica, sino a toda una propuesta lúdica que se vincula, obviamente, con las inquietudes culturales: la visita guiada a un museo, la asistencia a un espectáculo teatral, el paseo explicativo por una ciudad… Actividades todas ellas que alimentan nuestro espíritu y que, insisto una vez más, no entienden de cronologías
Por eso, junto a los clásicos, y en vista de lo dicho no muy apropiados “universidad de mayores” o “universidad de la tercera edad”, en este mundo globalizado en el que vivimos y en el que, como no podía ser de otra forma, se ha generalizado el aporte del profesor Vellas, se han ensayado distintos títulos para estos programas: “universidad abierta”, “universidad de tiempo libre”, “universidad de cultura y esparcimiento” o “universidad para todos”.
Tal diversidad de nombres me ha llevado a preguntarme más de una vez cuál sería la seña de identidad que podría aglutinar tanta disparidad y he empezado por reflexionar sobre la característica que podría definir a mis estudiantes de la Universidad Pontificia Comillas. Y he concluido que, si tuviera que elegir un único adjetivo, les tildaría, sin dudarlo, de “curiosos”. Pensemos en que es la curiosidad lo que ha hecho y hace que el mundo avance, que progrese; pensemos en que los que se estancan son los que no se preguntan por lo que ocurre a su alrededor, lo que no quieren saber más, los que no (se) interrogan. Y, desde luego, no es el caso de mis alumnos. Es fácil concluir entonces que los alumnos de estos programas distan mucho de la paralización, del inmovilismo… son dinámicos, activos, diligentes, tremendamente inquietos en el mejor sentido del término. ¿Y no son estas las cualidades que tradicionalmente se asocian con la juventud? Como dicen los jóvenes: “ahí lo dejo”.